miércoles, 2 de mayo de 2012

Las ambigüedades morales...


 Comprendía vagamente que, bajo el fascismo, al hombre que desea seguir siendo un hombre se le presenta una opción más fácil que la de conservar la vida: la muerte.
Vasili Grossman

PURGA
de Sofi Oksanen
Editorial Almadía

En el bosque me encontré con un hombre. Era el hermano del marido de Liide, de ese de Martín. Estaba mal de la cabeza. Un comunista. Lo estrangulé.
                Había estado en Nueva York con Hans Pöögelman. Y allí había organizado actividades comunistas y publicado el periódico Uus Ilm (“Nuevo Mundo”). Era de esa clase de hombres. Resultaba un poco difícil de entender lo que decía, la cabeza le temblaba mucho y sólo tartamudeaba, a veces la voz se le perdía del todo y únicamente escupía. Al principio, cuando pasó por mi refugio subterráneo, pensé que era un animal del bosque. Él no se dio cuenta de que yo estaba allí y cortó con el pie el hilo de la trampa. Entonces advertí su presencia. No salí tras él enseguida. No fui a ver si había dejado algún rastro hasta que cayó la noche. Había comido arándanos de las proximidades, pero no como lo hacen los animales. Eso me hizo pensar que podía ser una persona. No obstante, había permanecido tan quieto que no note nada hasta que se me abalanzó contra mis piernas, como un animal. Sus ojos eran iguales a los de un animal, pero carecía de fuerza, así que lo dominé sin dificultad. Me senté sobre su pecho y le pregunté cómo se llamaba. Al principio sólo gimoteaba y tuve que mantenerle la boca tapada, pero después se tranquilizó. Llevaba conmigo un trozo de cuerda y le até las manos para mayor seguridad. No portaba ningún arma, eso fue lo primero que comprobé. Consiguió decir a duras penas que se llamaba Konstantin Truu. Le pregunté que si era familiar de Martín Truu. Por supuesto que lo era. No le dije nada de que éramos familia política porque yo nunca reconozco mi parentesco con esos rusos. Sólo le dije que Martín Truu era un hombre conocido en la aldea, y él se alegro o se asustó, en realidad no podía estar seguro de sus reacciones. Como fuera, se puso como loco. Empezó a hablar de un gran malentendido, de que había que avisar a Stalin. Tuve mis sospechas de que estaba fingiendo con tanto tartamudeo. Por el bosque andaba todo tipo de gente, no podías fiarte de nadie. Konstantin pedía socorro y comida. Debía de haber sido un señorito de esos de ciudad, esa clase de gente que no sabe arreglárselas en el bosque… 

A él le perdonaron la vida y se dirigió a Tallin. Allí tramo algo con los comunistas, pero después ellos quisieron mandarlo a Siberia. Logró escapar y llegar al bosque. No sabía en qué año estábamos, sólo le interesaba escribirle a Stalin para decirle que había que enmendar el malentendido. Entonces lo estrangulé.