DISCURSO
EN LA UNIVERSIDAD (1920).
Llego con tristeza a este montón de ruinas de lo que antes fuera un
ministerio que comenzaba a encauzar la educación pública por los senderos de la cultura moderna. La
más estupenda de las ignorancias ha pasado por aquí asolando y destruyendo,
corrompiendo y deformando, hasta que por fin
ya sólo queda al frente de la educación nacional esta mezquina jefatura
de departamento que ahora vengo a desempeñar por obra de las circunstancias; un
cargo que sería decorativo si por lo vano de sus funciones no fuese ridículo;
que sería criminal si la ley que lo creó no
fuese simplemente estúpida. Doloroso tiene que resultar para toda alma activa venir
a vigilar la marcha pausada y rutinaria de tres o cuatro escuelas profesionales
y quitar la telaraña de los monumentos del pasado, funciones a las que
ha sido reducida nuestra institución por una ley que debe calificarse de
verdadera calamidad pública. Pero esta
tristeza que me invade al contemplar lo que miramos sería mucho más honda,
sería irreparable, si yo creyese que al llegar aquí iba a entregarme a la
rutina, si yo creyese que iba a meter mi alma dentro de estos moldes, si
yo creyese que de veras iba a ser Rector sumiso a la ley de este instituto. No; bien sé, y lo saben todos,
que el deber nos llama por otros caminos, y así como no toleraríamos que los
hechos consumados nos cerrasen el paso, tampoco permitiré que en estos
instantes el fetiche de la ley selle mis labios: por encima de todas las leyes
humanas está la voz del deber como lo
proclama la conciencia, y ese deber me obliga a declarar que no es posible obtener ningún resultado provechoso
en la obra de educación del pueblo si no transformamos radicalmente la ley que hoy rige la educación pública, si
no constituimos un ministerio federal de educación pública. Ese mismo
deber me obliga a declarar que yo no he de conformarme con estar aquí bien
pagado y halagado en mi vanidad, pero con la conciencia vacía porque nada logro. La tarea de conceder
borlas doctorales a los extranjeros ilustres que nos visiten y de presidir
venerables consejos que no bastan para una centésima de las necesidades sociales
no puede llenar mi ambición. Antes iré al más sonado de los fracasos que
consentir en convenirme en un cómplice de la mentira social. Por eso no
diré que nuestra Universidad es muy buena y que debemos estar orgullosos
de ella. Lo que yo debo decir es que nuestras instituciones de cultura se
encuentran todavía en el periodo simiesco de sola imitación sin objeto, puesto
que, sin consultar nuestras necesidades, los
malos gobiernos las organizan como piezas de un muestrario para que el
extranjero se engañe mirándolas y no para que sirvan.
He revisado, por ejemplo, los programas de esta nuestra Universidad, y
he visto que aquí se enseña
literatura francesa con tragedia raciniana inclusive y me hubiese envanecido de
ello, si no fuese porque en el corazón traigo impreso el espectáculo de los
niños abandonados en los barrios de todas
nuestras ciudades, de todas nuestras aldeas, niños que el Estado debiera
alimentar y educar, reconociendo al hacerla el deber más elemental de una
verdadera civilización. Por más que debo reconocer y reconozco la sabiduría de
muchos de los señores profesores, no puedo dejar de creer que un Estado,
cualquiera que él sea, que permite que subsista el contraste del absoluto
desamparo con la sabiduría intensa o la riqueza extrema, es un Estado injusto,
cruel y rematadamente bárbaro. No
por esto que os digo vayáis a creer que pasa por mi mente el cobarde
pensamiento de ofenderos insinuando
que sois vosotros los culpables. Bien sé que muchos de vosotros habéis dedicado
todas vuestras energías, con desinterés y con amor, a la enseñanza. Sin
embargo, no habéis podido evitar nuestros fracasos sociales; no habéis
servido todo lo que debíais servir acaso porque siempre se os ha mantenido
con las manos atadas, y a causa de esto bien podéis afirmar que no sois
vosotros los responsables, puesto que no habéis sido los dueños del
mando. No vengo, por lo mismo, a formular acusación contra determinadas
personas; simplemente traigo a la vista los
hechos, y cumpliendo con el deber de juzgarlos declaro que el departamento universitario, tal como está organizado, no puede
servir eficazmente la causa de la educación nacional. Afirmo que esto es un
desastre, pero no por eso juzgo a la Universidad con rencor. Todo lo
contrario; casi la amo, como se ama el destello de una esperanza insegura. La
amo, pero no vengo a encerrarme en ella, sino
a procurar que todos sus tesoros se derramen. Quiero el derroche de las
ideas, porque la idea solo en el derroche prospera. Os he dicho que yo no sirvo
para conceder borlas de doctor, ni para cuidar monumentos, ni para visar
títulos académicos, y sin embargo yo quise venir a ocupar este puesto de rector
que tan mal se aviene conmigo; lo he querido
porque he sentido que, este nuevo gobierno, en que la revolución
cristaliza como en su última esperanza, tiene delante de sí una obra vasta y
patriótica en la que es deber ineludible colaborar.
La pobreza y la ignorancia son nuestros peores enemigos, y a nosotros
nos toca resolver el problema de la ignorancia. Yo soy en estos instantes, más
que un nuevo rector que sucede a los anteriores, un delegado de la Revolución
que no viene a buscar refugio para meditar en el ambiente tranquilo de las
aulas, sino a invitaras a que salgáis con él, a la lucha, a que compartáis con
nosotros las responsabilidades y los esfuerzos. En estos momentos yo no vengo a trabajar por la Universidad,
sino a pedir a la Universidad que trabaje por el pueblo. El pueblo ha
estado sosteniendo a la Universidad y ahora ha menester de ella, y por mi
conducto llega a pedirle consejo. Desde hace varios años, muchos mexicanos
hemos venido clamando porque se establezca en México un Ministerio de
Educación Federal. Creo que el país entero desea ver establecido este
ministerio, y al ser yo designado por la Revolución para que aconsejase en materia de educación pública me
encontré con que tenía delante de mí dos maneras de responder: la manera personal y directa que hubiese consistido
en redactar un proyecto de ley del Ministerio de Instrucción
Pública Federal, proyecto que quizá habría podido llegar a las cámaras, y la otra manera, la indirecta, que consiste en
venir aquí a trabajar entre vosotros
durante el periodo de varios meses, con el objeto de elaborar en el seno de la Universidad
un sólido proyecto de ley federal de educación pública. Me resolví a obrar de esta segunda manera, que juzgo mucho más eficaz, y
habiendo tenido la fortuna de merecer la confianza del señor Presidente de la
República, vengo a deciros: EI país ansía
educarse: decidnos vosotros cuál es la mejor manera de educarlo. No permanezcáis
apartados de nosotros, venid a fundiros en los anhelos populares,
difundid vuestra ciencia en el alma de la nación. Suspenderemos: las labores universitarias si ello fuese necesario, a fin
de dedicar nuestras fuerzas al estudio de un programa regenerador de la
educación pública. De esta Universidad debe salir la ley que de forma al
Ministerio de Educación Pública Federal que todo el país espera con ansia. Para
realizar esta obra urgentísima no nos atendremos a nuestras solas luces, sino que solicitaremos la colaboración de todos
los especialistas, la colaboración de la prensa, la colaboración del pueblo entero,
pero queremos reservar a la Universidad la honra de redactar la síntesis
de todo esto. Lo hacemos saber a todo el
mundo: la Universidad de México va a estudiar un proyecto de ley para la
educación intensa, rápida, efectiva de todos los hijos de México. Que todo
aquel que tenga una idea nos la participe; que todo el que tenga su
grano de arena lo aporte. Nuestras aulas están abiertas como nuestros
espíritus, y queremos que el proyecto de ley que de aquí salga sea una
representación genuina y completa del sentir nacional, un verdadero resumen de
los métodos y planes que es necesario poner
en obra para levantar la estructura de una nación poderosa y moderna. Para deciros esto os he convocado esta noche. El
cargo que ocupo me pone en el deber de hacerme
intérprete de las aspiraciones populares, y en nombre de ese pueblo que me
envía os pido a vosotros, y junto con vosotros a todos los
intelectuales de México, que salgáis de vuestras torres de marfil para sellar pacto de alianza con la Revolución. Alianza
para la obra de redimirnos mediante el trabajo, la virtud y el saber. El país
ha menester de vosotros. La Revolución
ya no quiere, como en sus días de extravío, cerrar las escuelas y perseguir a
los sabios. La Revolución anda ahora en busca de los sabios. Más
tengamos también presente que el pueblo sólo estima a los sabios de verdad, no
a los egoístas que usan la inteligencia para alcanzar predominio injusto, sino a los que saben
sacrificar algo en beneficio de sus semejantes. Las revoluciones contemporáneas
quieren a los sabios y quieren a los artistas, pero a condición de que el saber
y el arte sirvan para mejorar la condición de los hombres. El sabio que usa de
su ciencia para justificar la opresión, y el artista que prostituye su
genio para divertir al amo injusto, no son dignos del respeto de sus
semejantes, no merecen la gloria. La clase de arte que el pueblo venera es el
arte libre y magnífico de los grandes altivos que no han conocido señor ni
bajeza. Recuerdo a Dante proscrito y
valiente, y a Beethoven altanero y profundo. Los otros, los cortesanos,
no nos interesan a nosotros, los hijos del pueblo. Los hombres libres que no queremos ver sobre la faz de la tierra ni amos
ni esclavos, ni vencedores ni vencidos, debemos juntarnos para trabajar
y prosperar. Seamos los iniciadores de una cruzada de educación pública, los
inspiradores de un entusiasmo cultural semejante al fervor que ayer ponía
nuestra raza en las empresas de la religión y la conquista. No hablo solamente
de la educación escolar. Al decir educación
me refiero a una enseñanza directa de parte de los que saben algo en
favor de los que nada saben; me refiero a una enseñanza que sirva para aumentar
la capacidad productora de cada mano que trabaja y la potencia de cada cerebro
que piensa. No soy amigo de los estudios
profesionales, porque el profesionista tiene la tendencia a convertirse en parásito social, parásito que aumenta la
carga de los de abajo y convierte a la escuela en cómplice de las injusticias sociales. Necesitamos
producir, obrar rectamente y pensar. Trabajo útil, trabajo productivo,
acción noble y pensamiento alto, he allí nuestro propósito. Pero todo esto es
una cumbre; debe cimentarse en muy humildes bases, y sólo puede fundarse en la
dicha de los de abajo. Por eso hay que comenzar
por el campesino y por el trabajador. Tomemos al campesino bajo nuestra
guarda y enseñémosle a centuplicar el monto de su producción mediante el empleo
de mejores útiles y de mejores métodos. Esto es más importante que adiestrarlo
en la conjugación de los verbos, pues la
cultura es un fruto natural del Desarrollo económico. Los educadores de
nuestra raza deben de tener en cuenta que el fin capital de la educación es
formar hombres capaces de bastarse a sí
mismos y de emplear su energía sobrante en el bien de los demás. Esto que teóricamente parece muy sencillo
es, sin embargo una de las más difíciles empresas, una empresa que requiere verdadero fervor apostólico. Para
resolver de verdad el problema de nuestra educación nacional, va a
ser necesario mover el espíritu público y animarlo de un ardor evangélico, semejante, como ya he dicho, al que llevara a los
misioneros por todas las regiones del mundo a propagar la fe. Al cambiar
la misión que el nuevo ideal nos impone, es menester que cambien también los
procedimientos del heroísmo. Me refiero a esto; todavía hasta nuestros tiempos lo mejor de la sociedad femenina
de nuestra raza, las almas más nobles, más refinadas, más puras, se van a buscar refugio al convento, disgustadas
de una vida que sólo ofrece ruindades.
Huyen de la sociedad porque no ven en ella ninguna misión verdaderamente elevada que cumplir. Demos pues, a esas almas la
noble misión que les ha estado faltando; facilitémosles los medios de que se
pongan en contacto con el indio, de que se pongan en contacto con el
humilde, y lo eduquen, y veremos cómo todos acuden con entusiasmo a la obra de regeneración de los oprimidos; veremos cómo se
despierta en todos el celo de la caridad, el entusiasmo humanitario,
Organicemos entonces el ejército de los educadores que substituya al ejército
de los destructores. Y no descansemos hasta haber logrado que las jóvenes abnegadas,
que los hombres cultos, que los héroes todos de nuestra raza, se
dediquen a servir los intereses de los desvalidos Y se pongan a vivir entre
ellos para enseñarles hábitos de trabajo, hábitos de aseo, veneración por la virtud, gusto por la belleza y
esperanza en sus propias almas. Ojalá que esta Universidad pueda alcanzar la gloria de ser la iniciadora de esta enorme
obra de redención