(Cuento:
Texto completo)
*Elan
Aguilar
Por ser el hijo más pequeño de
tres hermanos, tuve siempre una necesidad imperiosa de compañía. Mis padres se
la pasan en el trabajo todo el día y todos los días. Mis hermanas por ser
mayores y tener diferentes intereses, escuela, amigas, etc., poco tiempo
pasaban conmigo. Entonces me parecía justo pedirles me compraran un perro.
Pensé que esa sería la compañía perfecta. Sin embargo mis padres se opusieron.
Y era claro, para ellos, si no podían darme el tiempo suficiente por sus
obligaciones tampoco podrían atender al perro ¿quién le daría de comer? ¿Quién
lo bañaría? ¿Quién lo pasearía? Decían que yo era muy pequeño para esa
responsabilidad. Fue un duro golpe a mis soluciones sobre la soledad. Pero
bueno, esperaría a crecer un poco más hasta que consideraran que ya era
responsable. Al parecer, o al de ellos, nunca lo fui. Ya adolescente, una amiga me regalo un perrito Alaska Malamut, y sólo duró cuatro horas
en la casa, cuando me pidieron amablemente que lo devolviera. Por ese entonces
los campos, las llanuras y los montes eran invitaciones a iniciar aventuras
acompañado del mejor amigo del hombre. Pero ese momento tuvo que esperar hasta
volverme independiente. No sabía a qué nivel llegaba mi perroaternidad hasta el
día que conocí a mi compañera de vida y pensamos en adoptar. Adoptamos un
perrito labrador color chocolate. Fuimos con una amiga que se dedicaba a la
cría de labradores. Me habló en cuanto nacieron para que los fuera a conocer.
¡Qué barbaridad! Doce cachorros recién nacidos y parecían gusanos de seda,
todos rollizos, y arrastrándose por todo el cuarto de baño donde los tenía
resguardados. ¿Cuál quieres? Me preguntó. Así que empecé por alinearlos y ver cuál
era el mayor de todos. Según los libros especializados de la raza esto es un
indicador de salud. ¡Quiero este! Le dije. Ella sacó un frasquito de tintura
violeta y le puso una señal en el estómago. ¡Oye, pero ya lo manchaste! No pasa
nada, luego se le quita. Muy bien, porque no me gustaría llevarme a casa un
perro manchado, pensé. Regresa en tres meses ¡¿Tres meses?! ¿No me lo puedo
llevar ahora? No, porque es necesario que el perrito obtenga sus defensas
naturales de la madre, me dijo. Cada quince días iba a ver como crecía y
revisaba su manchita, pero a los dos meses ya no estaba la señal de tintura y
no sabía cuál de todos era. Entonces, según los expertos, escogí al más
vivaracho. Entre todos era el que más brincaba. Mi amiga les llevó de comer a
los doce en tres platos. Se metió entre todos, dos, tres bocados de cereal y de
vuelta hacía la ventana desde donde los miraba, tratando de alcanzar la
pestaña. Bien, este es el que quiero. Y ya no le puso ninguna tintura, quizá
ofendida por la vez primera que lo hizo y que sin decir nada, había puesto mi
cara de asustado ante el hecho. Finalmente llegaron los tres meses y fui, vaya
sorpresa: sólo quedaban dos de los doce. ¿Cuál elegir? Ellos terminarían por
hacerlo. Los llevó al otro extremo del patio mientras les daba un poco de
cereal, el cual se terminaron de inmediato y yo desde la entrada grité ¡Dalí!
¡Ven! Y de inmediato una bola de chocolate, peluda, orejona y cabezona se
abalanzó contra mí. ¡Sí! ¡Su primer perro de mi hijo! ¡Qué bien! ¡Súper!
¡Felicidades! Es lo que me hubiera gustado escuchar, pero déjenme decirles que
tener un perro es peor que haber salido con “tu domingo siete”, ya les
arruinaste los planes a tus seres queridos y hasta los conocidos: "Ya no
podremos pasar más tiempo contigo", "huele a caca de perro en tú casa", "si vienes
no traigas al perro ya ves que tenemos niños pequeños", "que no se suba a los muebles",
"ya se orinó", "¿no muerde?". Y si piensas que tener un hijo es lo contrario, no es
así. Solo cambian los protocolos pero en el fondo es lo mismo. Es tú boleto.
Dalí en cuanto llegó a casa supo que ese era su lugar, empezó a orinar por
todos lados. Su sexto sentido le indicó donde tendría que ir a obrar, a
desechar sus heces: en el único lugar donde le faltó orinar. Empecé por sacarlo
a caminar, nos íbamos a recorrer el campo, los ríos, a cazar víboras aunque
nunca encontramos ninguna para suerte del reptil, pues estoy seguro que Dalí se la
hubiera tragado viva y eso con tan sólo seis meses. Su cuerpo no crecía pero
su cabeza sí, llegó un momento a preocuparme, si seguía creciendo su cabeza
probablemente ya no entraría por la puerta de la casa y tendría que cambiarla
por un portón. Afortunadamente no fue así. Al poco tiempo Dalí era un hermoso
labrador chocolate con todos los estándares establecidos por la Real Academia
de los Perros. Y qué sino, salir con Dalí por las calles era un imán de bellas mujeres, y de las no tan bellas: “Qué bonito perro
¿Cómo se llama?” “Oiga, tengo una perrita en casa ¿lo puede llevar para que se
cruce?” “Disculpe ¿Cómo le hace para tenerlo bien educado?” “Cuando lo saque a
pasear ¿puedo ir con usted para llevar a mi perra?” Pero todas esas
oportunidades son para un soltero, no para un hombre casado y fiel como yo. Me
abstuve, más que por propia voluntad por los tirones que daba Dalí de la correa
y no poder seguir con el diálogo con aquellas hermosas mujeres. Dalí corrió con
toda clase de suertes: aquella ocasión que visitando a mis padres le pedí a mi
madre que me ayudara a bañarlo “sólo échele agua mientras me quito la ropa” le
dije y ¡zas! Como si se tratara de un auto mi madre le dió tremendo jicarazo de
agua en la cabeza que poco faltó para que lo dejará sordo, posteriormente se
vengó del hecho cuando volvimos a visitarlos en un día caluroso, lo primero que
hizo al llegar fue ir directo a zambullirse a la pila de agua que tiene para
lavar sus trastes: ¡Dalí qué has hecho! ¡Ahora tendré que limpiar la pila! Escuché
gritar a mí madre; se cortó una almohadita de la pata con un vidrio de una
botella de cerveza que algunos borrachos les da por tirar desde la ventanilla
del auto; se cayó de una ladera de un cerro por andar husmeando donde no; se
llenó de garrapatas en una veterinaria donde se supone que los espulgan; y lo peor de todo, no hay perrita que se le resista. Yo mismo he corrido
con cierta suerte gracias a él, como aquel día en que feliz y contento me
encontraba para asistir al concierto de los Rolling Stones, fui a buscar los
tickets a la mesa ¿y los boletos? Los había hecho tiritas ¡Noo! ¡Yo los quería
ver antes de que se presenten en silla de ruedas Dalí! En fin, ha sido un perro
sano, le encanta nadar, cualquier charco es alberca para él. Aunque hoy las
cosas han cambiado un poco para los dos. De la noche a la mañana sin saber cómo,
el campo, los ríos y las calles se volvieron inseguras, gente con mucho estrés,
las calles con carros agresivos, nadie te da el paso, te lo avientan, los que
tienen que cuidar no cuidan y los que cuidan no se dan abasto a quién cuidar.
En los campos ya no se agazapan sólo las víboras. He tratado de explicarle que
no es por falta de voluntad o que no me interesan sus gustos sino salimos como
antes a dar la vuelta y estar acampando en el campo viendo las estrellas y
asando un buen corte para los dos, que si no lo hago es porque trato de
protegernos. Le digo que no se desespere, que tengo la seguridad de que
llegarán mejores días y que mientras, trate como yo, de vivir de los buenos
recuerdos que nos han quedado. Esto no se lo digo, pero me duele verlo que
van pasando los años y tengo la impresión que añora correr por el campo y
meterse al agua. Yo también lo añoró. Dalí es un perro totalmente noble, sé que
lo entiende.
*Elan Aguilar (1º-sep).GRUAITER : )