Por Mario Vargas Llosa
Poco a poco, la batalla por la legalización de las drogas va
abriéndose camino y haciendo retroceder a quienes, contra la evidencia
misma de los hechos, creen que la represión de la producción y el
consumo es la mejor manera de combatir el uso de estupefacientes y las
cataclísmicas consecuencias que tiene el narcotráfico en la vida de las
naciones.
Hay que aplaudir la valerosa decisión del gobierno de Uruguay y de
su presidente, José Mujica, de proponer al Parlamento una ley
legalizando el cultivo y la venta de cannabis. De ser aprobada –lo que
parece seguro pues el Frente Amplio tiene mayoría en ambas cámaras y,
además, hay diputados y senadores de los partidos de oposición, Blanco y
Colorado, que aprueban la medida–, ésta infligirá un duro revés a las
mafias que, de un tiempo a esta parte, utilizan a ese país no sólo como
mercado de la droga sino como una plataforma para exportarla a Europa y
Asia. Esta ley forma parte de una serie de disposiciones encaminadas a
combatir la “inseguridad ciudadana”, agravada de un tiempo a esta parte
en Uruguay, al igual que en toda América Latina, por la criminalidad
asociada al narcotráfico.
“Alguien tiene que ser el primero”, declaró el presidente Mujica a
O’Globo, de Brasil. “Alguien tiene que empezar en América del Sur.
Porque estamos perdiendo la batalla contra las drogas y el crimen en el
continente”. Y el ministro de Defensa de Uruguay, Eleuterio Fernández
Huidobro, señaló, como razón central de este paso audaz, que “la
prohibición de ciertas drogas le está generando al país más problemas
que la droga misma”. No se puede decir de manera más lúcida y concisa
una verdad de la que tenemos pruebas todos los días, en el mundo entero,
con las noticias de los asesinatos, secuestros, torturas, atentados
terroristas, guerras gansteriles, que están sembrando de cadáveres
inocentes las ciudades del mundo, y el deterioro sistemático de las
instituciones democráticas de los países, cada día más numerosos, donde
los poderosos cárteles de la droga corrompen funcionarios, jueces,
policías, periodistas y a veces deciden los resultados de las justas
electorales. La prohibición de la droga sólo ha servido para convertir
al narcotráfico en un poder económico y criminal vertiginoso que ha
multiplicado la inseguridad y la violencia y que podría muy pronto
llenar el Tercer Mundo de narcoestados.
Según las primeras informaciones, este proyecto de ley pondrá en
manos del Estado uruguayo el control de la calidad, cantidad y precio de
la marihuana y los compradores deberán registrarse y tener cumplidos 18
años de edad. Cada comprador podrá adquirir un máximo de 40 porros al
mes y los impuestos que graven la venta se emplearán en tratamientos de
rehabilitación y de prevención y en la creación de un centro de control
de calidad del producto. En un comentario a la iniciativa uruguaya que
leo en Time Magazine, por lo demás muy favorable a la medida, se
recuerda el mal administrador que suele ser el sector público, y con
buen juicio se deplora que no se deje en libertad al sector privado de
llevar a cabo esta tarea, eso sí, bajo una estricta regulación.
En ese mismo ensayo se examina lo ocurrido en Portugal, donde desde
hace una decena de años se legalizó de manera parcial la marihuana sin
que ello haya traído consigo el aumento del consumo de drogas más
fuertes, que es lo que suelen alegar que ocurrirá los que se oponen de
manera irreductible a la legalización de las llamadas drogas blandas.
Time Magazine recuerda además que, según las últimas encuestas, un 50%
de los ciudadanos de Estados Unidos se declaran a favor de la
legalización del cannabis. Extraordinaria evolución cuando uno recuerda
la tempestad de críticas, y hasta de injurias, que recibió hace algunas
décadas Milton Friedman cuando defendió la legalización de las drogas y
predijo el absoluto fracaso de la política de represión en las que los
gobiernos de Estados Unidos han gastado ya muchos billones de dólares.
El Gobierno del Uruguay, al atreverse a legalizar la marihuana, hace
suyos muchos de los argumentos y estudios que viene difundiendo la
Comisión Latinoamericana de Drogas y Democracia, que encabezan los ex
presidentes Fernando Henrique Cardoso de Brasil, César Gaviria de
Colombia y Ernesto Zedillo de México, y de la que yo mismo formo parte
con otras dieciocho personas, de distintas profesiones y quehaceres, de
la región. Recibida al principio con reticencias y preocupación, y a
veces duras críticas, esta Comisión ha ido ganando audiencia y
respetabilidad por la seriedad de sus trabajos, en los que han
participado siempre especialistas destacados, por su espíritu dialogante
y la clara vocación democrática que la inspira.
El problema de la droga ya no sólo concierne a la salud pública, al
descarrío de tantos niños y jóvenes a que muchas veces conduce, y ni
siquiera a los terribles índices del aumento de la criminalidad que
provoca, sino a la misma supervivencia de la democracia. La política
represiva no ha restringido el consumo en país alguno, pues en todos,
desarrollados o subdesarrollados, ha seguido creciendo de manera
paulatina, y sí ha tenido en cambio la perversa consecuencia de
encarecer cada vez más los precios de las drogas. Esto ha transformado a
los cárteles que controlan su producción y comercialización en
verdaderos imperios económicos, armados hasta los dientes con las armas
más modernas y mortíferas, con recursos que les permiten infiltrarse en
todos los rodajes del Estado y una capacidad de intimidación y
corrupción prácticamente ilimitada.
Lo ocurrido en México es sumamente instructivo. El Presidente
Calderón, consciente del enorme riesgo para el funcionamiento de las
instituciones que representaba el narcotráfico, decidió combatirlo de
manera frontal, incorporando al Ejército a esta lucha. Los 50 mil
muertos que esta guerra lleva ya en su haber no parece haber hecho mayor
mella en las actividades criminales de los mafiosos, ni haber
disminuido para nada el consumo de drogas blandas o duras en la sociedad
mexicana, y sí, en cambio, ha desatado una creciente desesperanza y
decepción hacia el gobierno, al que se reprocha incluso, con dureza,
“haber declarado una guerra que no se podía ganar”. ¡Fantástica
conclusión! ¿Había , pues, que bajar los brazos, rendirse, mirar para
otro lado, y dejar que los pistoleros y traficantes de la droga se
fueran apoderando poco a poco de todas las instituciones de México, que
pasaran a ser ellos los verdaderos gobernantes de ese país?
Evidentemente, ésa no podía ser la solución. ¿Cuál entonces? La que,
con gran mérito, está emprendiendo el gobierno uruguayo. Cambiar de
táctica, pues la puramente represiva no sirve y es contraproducente, ya
que beneficia a la mafia, a la que enriquece y confiere más poder. En
las actuales circunstancias, la primera prioridad no es poner fin a la
producción y al consumo de drogas, sino acabar con la criminalidad que
depende íntimamente de estas actividades. Y para ello no hay otro camino
que la legalización.
Desde luego que legalizar las drogas implica riesgos. Deben ser
tomados en cuenta y combatidos. Por ello, quienes defendemos la
legalización siempre subrayamos que esta medida debe ir acompañada de un
esfuerzo paralelo para informar, rehabilitar y prevenir el consumo de
estupefacientes perjudiciales para la salud. Se ha hecho en el caso del
tabaco y con bastante éxito, en el mundo entero. El consumo de
cigarrillos ha disminuido y hoy día quedan pocos lugares donde los
ciudadanos no sepan los riesgos a los que se exponen fumando. Si quieren
correrlos, sabiendo muy bien lo que hacen, ¿no es su derecho hacerlo?
Yo creo que sí y que no está entre las funciones del Estado impedir a un
ciudadano que goza de sus facultades llenarse los pulmones de nicotina
si le da su real gana.
Siempre he tenido una gran simpatía por el Uruguay, desde el año
1966, en que fui a Montevideo por primera vez y descubrí que América
Latina no era sólo una tierra de gorilas y terroristas, de
revolucionarios y fanáticos, de explotadores y explotados, que podía ser
también tierra de tolerancia, coexistencia, democracia, cultura y
libertad. Es verdad que Uruguay pasó a vivir luego la atroz experiencia
de una dictadura militar. Pero la vieja tradición democrática le ha
permitido recuperarse más pronto que otros países y hoy, quién lo
hubiera dicho, bajo un gobierno de un Frente Amplio que parecía tan
radical, y un presidente de 77 años que fue guerrillero, es otra vez un
modelo de legalidad, libertad, progreso y creatividad, un ejemplo que
los demás países latinoamericanos deberían seguir.
Madrid, junio de 2012