“La ignorancia y el oscurantismo en todos los tiempos no han
producido más que rebaños de esclavos para la tiranía”.
EMILIANO ZAPATA
Se fueron los Aztecas y llegaron los españoles. Se
ahorraron, con el cambio de amos, la sangre que alimentaba a los dioses de
México, pero sufrieron el golpe horrible de ver su propio concepto de la vida
destruido, hecho añicos, ya no hostilizado, sino humillado, burlado,
escarnecido. “Mi casa es chica, pero es mi casa”, dice el viejo refranero
español. ¿Qué sentirían los indios cuando sus dioses fueron echados a rodar
escaleras abajo y, lo terrible, ni la tierra se abrió para tragar a los profanadores
ni el sol murió por falta de la sangre que bebía de los sacrificios? Este
aturdimiento, este trauma, para
emplear la palabra de moda, explica la actitud del indio desde entonces. Si al
aturdimiento se agrega el aguardiente, tenemos la clave de esa contra-vida que
lleva la indiada sobreviviente. ¿Cómo puede vivir normalmente quien tiene que
venerar a un dios desconocido, quién se ve en el caso de aceptar que a Tonantzin
le llamen Guadalupe? Revierte su mitología y coloca de nuevo a Quetzalcoatl
como Venus, la estrella más luminosa. Pero la ve y la sufre todas las noches,
¡así de lejana está! Y entonces el pulque, o el mezcal, hacen su puerco trabajo
de consuelo. Y el indio cae en la brecha, borracho perdido, huérfano de su
vida, de sus dioses, de su tierra. Su tierra…
He aquí que a un pueblo le quitan su tierra y su agua los
extranjeros; que el rey, o su equivalente, sostiene una ley buena de intención,
que “se acata, pero no se cumple”, como les ha ocurrido a las Leyes de Indias y
a nuestra Constitución. Y aquí está, ¿pues cómo iba a faltar?, el inevitable
señor abogado que le saca a los infelices indios el dinero que no tienen, lo
poco que les ha dejado el cura, para entenderse después con la parte contraria,
para vender el pleito.
Si cambiamos Rey por Señor Presidente, Leyes de Indias por
Constitución y algunos nombres, el cuadro lo tenemos vivo, ¡todavía!, a pesar
de la sangre de Villa y de Zapata.
Ya oigo renegar de la cobardía y la flojera de los indios a
algunos lectores que se preguntarán por qué los indios no derrumbaron esa cerca
y reivindicaron sus derechos, pero, mi Dios, si a la fecha he tenido que sacar
indios y mestizos de las cárceles porque gobernadores tan “revolucionarios”
como Franco Aguilar encarcelan y apalean campesinos que quieren un cachito de
tierra para sembrar su maíz, ¿qué sería la “justicia” de los tiempos
coloniales?
Emiliano no es un indio, precisamente, desde el punto de
vista de la sangre y, sobre todo, del idioma: ignoraba absolutamente el náhuatl
degenerado que se habla en las cercanías, especialmente en el señorío de
Xoxocotla. Pero, y aquí está la clave de su vida, vivía como indio. Y, sobre
todo y ante todo, pensaba como indio, todo esto desde el punto de vista de la
tierra, que es el cogollo de la existencia. Tener o no tener un pedazo de
tierra, para un hombre de Anenecuilco, era –es– como ser o no ser. Así de fácil. Y de
difícil. Y otra carga sobre su alma: si no el odio, aunque nada garantizo, por
lo menos la eterna y absoluta desconfianza hacia todo aquel que no fuera indio
o mestizo aindiado. Un mestizo mexicano “a la española”, hecho al trafique y al
trinquete, a la “mordida” y al disimulo, era un reto a su vivir. Un criollo
señorito le provocaba asco. Un hacendado le despertaba la fiera de adentro, que
le mordía las tripas. Y casi nunca hablaba, que en eso era, también, indio y
reindio.
Por si algo faltara en este hombre tan sin sombra a puro
andar derecho bajo el cielo, la única campaña política en la que participó,
dominando la náusea, le llagó el alma para siempre y lo dejó como quien sufre
un leño ardiendo en el esófago cada vez que oía a un orador florido o que
alguien le venía con historias de pactos, compromisos y maniobras. La palabra
político lo enfermaba. No olvidarlo, por favor, que en ello va el secreto de
sus andaduras.
Al pensar como indio, y más sin serlo por completo, su
relación con la tierra nutricia es de
tal modo estrecha que no parece hijo de mujer, sino hechura del suelo,
de la tierra profunda, húmeda y caliente. El no tiene idea clara de México y lo
mexicano: él no tiene sino dos referencias para su vivir y para su morir:
Anenecuilco y Cuatla, su Roma particular donde un cura revolucionario, muchos
años antes de que él naciera, sembró la mejor semilla de la historia, que es la
semilla de la libertad. No se carteó jamás con Lenin, como han inventado por
ahí nuestros tragicómicos comunistas, porque si el concepto de patria le
resultaba difuso, la existencia de Europa le parecía leyenda, cosa de palabras
y nada más. Tampoco se alzó contra Porfirio Díaz. Contra quien se alzó fue
contra Madero. Zapata reside en unos cuantos kilómetros y en ellos, de Cuautla
a Chinameca, con Anenecuilco y Ayala en medio, realiza su pasión, iniciada a
los treinta años de edad, cuando su pueblo lo nombró calpuleque, es decir, jefe
agrario. Doblemente jefe agrario porque lo era de un pueblo sin tierras.
Roberto B. Moheno. México, 1970.