Entre un hombre culto y un "intelectual"
hay la misma diferencia que entre un libro
y un índice de materias.
Somos Libros Cuernavaca
"La sencillez y la naturalidad son
el supremo y último fin de la cultura".
Nietzsche
Cuando finalmente llegué a México, descubrí que aquel imaginario país de mi padre era real, pero más fantástico que cualquier tierra de la imaginación. Era tan real como sus fronteras físicas y espirituales: México, la única frontera entre el mundo industrializado y el mundo en desarrollo; la frontera entre mi país y los estados unidos, pero también entre toda la América latina y los estados unidos, y entre el Mediterráneo católico y las presiones protestantes anglosajonas en el nuevo mundo.
Fue con esa experiencia y esas
inquietudes que me acerque al oro y al fango de México, el país imaginario,
imaginando, finalmente real, pero real sólo si lo veía desde una distancia que
me asegurase, por el hecho mismo de la separación, que mi deseo de reunirme con él siempre sería
apremiante, y real sólo si lo escribía. En cuanto alcance una cierta
perspectiva, por fin me sentí capaz de escribir unas cuantas novelas en las que
podía hablar de las cicatrices de la revolución, las pesadillas del progreso y
la perseverancia de los sueños.
Escribía con apremio porque mi ausencia se convirtió en un destino. No
obstante, se trataba de un destino compartido: el de mi propio cuerpo como
hombre joven, el del viejo cuerpo de mi país y el problemático e insomne cuerpo de mi idioma. Tal vez conseguí
identificar a los dos primeros sin mucho problema: México y yo mismo. Pero el
idioma nos pertenecía a todos, a la vasta comunidad que escribe y habla y
piensa en español. Y sin este idioma no podía darme a la realidad a mi mismo ni
a mi tierra. Así, el idioma se convirtió en el centro de mi ser y en la
posibilidad de forjar, con mi propio destino y el de mi país, un destino
compartido.
Pero nada se comparte de manera abstracta. AL igual que el pan y el
amor, el lenguaje y las ideas se comparten con seres humanos. Mi primer
contacto con la literatura fue sentarme en las rodillas de Alfonso Reyes cuando
él era embajador de México en Brasil a comienzos de los años treinta. Reyes
había resucitado para nosotros a los clásicos españoles; había escrito libros
espléndidos sobre Grecia; era el más lúcido pensador literario; de hecho, había
traducido toda la cultura occidental a términos latinoamericanos. A finales de
los años cuarenta, vivía en Cuernavaca, en una pequeña casa de color mamey. Me
invitaba a pasar los fines de semana con él y, dado que yo tenía 18 años y era
un trasnochador, le hacía compañía a partir de las once de la mañana, cuando
don Alfonso se sentaba en un café y le lanzaba piropos a las muchachas que
paseaban por
la plaza, que entonces era un jardín lleno de laureles y no, como es ahora, de
cemento. No sé si el
hombre colorado y fornido que se sentaba en la mesa de junto era un cónsul
británico oprimido por la cercanía del volcán, pero si Reyes, que disfrutaba el
espectáculo del mundo, citaba a Lope de Vega y a Garcilaso, nuestro vecino,
bebedor de mezcal, respondía, sin mirarnos, citando las estrofas más sombrías
de Marlowe y de John Donne. Después d íbamos al cine para sumergirnos, como
decía Reyes, en la épica contemporánea, y sólo hasta que llegaba la noche
empezaba a regañarme:” ¿Aún no has leído a Stendhal?” Deberías saber que el
mundo no se inventó hace cinco minutos”.
A veces me irritaba. Y yo leía, contra sus gustos clásicos, los libros
más modernos y estridentes sin comprender que estaba aprendiendo la lección: no
existe creación sin tradición, lo “nuevo” es una inflexión de una forma
anterior, la novedad es siempre una variante del pasado. Borges dijo que Reyes
había escrito la mejor prosa en español de nuestro tiempo. A mí, Reyes me
enseñó que la cultura sonreía, que la tradición intelectual del mundo
entero nos pertenecía por derecho propio y que la literatura
mexicana era importante no porque fuera mexicana, sino porque era literatura.
Carlos Fuentes
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