lunes, 28 de enero de 2013

DALÍ



(Cuento: Texto completo)
*Elan Aguilar



Por ser el hijo más pequeño de tres hermanos, tuve siempre una necesidad imperiosa de compañía. Mis padres se la pasan en el trabajo todo el día y todos los días. Mis hermanas por ser mayores y tener diferentes intereses, escuela, amigas, etc., poco tiempo pasaban conmigo. Entonces me parecía justo pedirles me compraran un perro. Pensé que esa sería la compañía perfecta. Sin embargo mis padres se opusieron. Y era claro, para ellos, si no podían darme el tiempo suficiente por sus obligaciones tampoco podrían atender al perro ¿quién le daría de comer? ¿Quién lo bañaría? ¿Quién lo pasearía? Decían que yo era muy pequeño para esa responsabilidad. Fue un duro golpe a mis soluciones sobre la soledad. Pero bueno, esperaría a crecer un poco más hasta que consideraran que ya era responsable. Al parecer, o al de ellos, nunca lo fui. Ya adolescente, una amiga me regalo un perrito Alaska Malamut, y sólo duró cuatro horas en la casa, cuando me pidieron amablemente que lo devolviera. Por ese entonces los campos, las llanuras y los montes eran invitaciones a iniciar aventuras acompañado del mejor amigo del hombre. Pero ese momento tuvo que esperar hasta volverme independiente. No sabía a qué nivel llegaba mi perroaternidad hasta el día que conocí a mi compañera de vida y pensamos en adoptar. Adoptamos un perrito labrador color chocolate. Fuimos con una amiga que se dedicaba a la cría de labradores. Me habló en cuanto nacieron para que los fuera a conocer. ¡Qué barbaridad! Doce cachorros recién nacidos y parecían gusanos de seda, todos rollizos, y arrastrándose por todo el cuarto de baño donde los tenía resguardados. ¿Cuál quieres? Me preguntó. Así que empecé por alinearlos y ver cuál era el mayor de todos. Según los libros especializados de la raza esto es un indicador de salud. ¡Quiero este! Le dije. Ella sacó un frasquito de tintura violeta y le puso una señal en el estómago. ¡Oye, pero ya lo manchaste! No pasa nada, luego se le quita. Muy bien, porque no me gustaría llevarme a casa un perro manchado, pensé. Regresa en tres meses ¡¿Tres meses?! ¿No me lo puedo llevar ahora? No, porque es necesario que el perrito obtenga sus defensas naturales de la madre, me dijo. Cada quince días iba a ver como crecía y revisaba su manchita, pero a los dos meses ya no estaba la señal de tintura y no sabía cuál de todos era. Entonces, según los expertos, escogí al más vivaracho. Entre todos era el que más brincaba. Mi amiga les llevó de comer a los doce en tres platos. Se metió entre todos, dos, tres bocados de cereal y de vuelta hacía la ventana desde donde los miraba, tratando de alcanzar la pestaña. Bien, este es el que quiero. Y ya no le puso ninguna tintura, quizá ofendida por la vez primera que lo hizo y que sin decir nada, había puesto mi cara de asustado ante el hecho. Finalmente llegaron los tres meses y fui, vaya sorpresa: sólo quedaban dos de los doce. ¿Cuál elegir? Ellos terminarían por hacerlo. Los llevó al otro extremo del patio mientras les daba un poco de cereal, el cual se terminaron de inmediato y yo desde la entrada grité ¡Dalí! ¡Ven! Y de inmediato una bola de chocolate, peluda, orejona y cabezona se abalanzó contra mí. ¡Sí! ¡Su primer perro de mi hijo! ¡Qué bien! ¡Súper! ¡Felicidades! Es lo que me hubiera gustado escuchar, pero déjenme decirles que tener un perro es peor que haber salido con “tu domingo siete”, ya les arruinaste los planes a tus seres queridos y hasta los conocidos: "Ya no podremos pasar más tiempo contigo", "huele a caca de perro en tú casa", "si vienes no traigas al perro ya ves que tenemos niños pequeños", "que no se suba a los muebles", "ya se orinó", "¿no muerde?". Y si piensas que tener un hijo es lo contrario, no es así. Solo cambian los protocolos pero en el fondo es lo mismo. Es tú boleto. Dalí en cuanto llegó a casa supo que ese era su lugar, empezó a orinar por todos lados. Su sexto sentido le indicó donde tendría que ir a obrar, a desechar sus heces: en el único lugar donde le faltó orinar. Empecé por sacarlo a caminar, nos íbamos a recorrer el campo, los ríos, a cazar víboras aunque nunca encontramos ninguna para suerte del reptil, pues estoy seguro que Dalí se la hubiera tragado viva y eso con tan sólo seis meses. Su cuerpo no crecía pero su cabeza sí, llegó un momento a preocuparme, si seguía creciendo su cabeza probablemente ya no entraría por la puerta de la casa y tendría que cambiarla por un portón. Afortunadamente no fue así. Al poco tiempo Dalí era un hermoso labrador chocolate con todos los estándares establecidos por la Real Academia de los Perros. Y qué sino, salir con Dalí por las calles era un imán de bellas mujeres, y de las no tan bellas: “Qué bonito perro ¿Cómo se llama?” “Oiga, tengo una perrita en casa ¿lo puede llevar para que se cruce?” “Disculpe ¿Cómo le hace para tenerlo bien educado?” “Cuando lo saque a pasear ¿puedo ir con usted para llevar a mi perra?” Pero todas esas oportunidades son para un soltero, no para un hombre casado y fiel como yo. Me abstuve, más que por propia voluntad por los tirones que daba Dalí de la correa y no poder seguir con el diálogo con aquellas hermosas mujeres. Dalí corrió con toda clase de suertes: aquella ocasión que visitando a mis padres le pedí a mi madre que me ayudara a bañarlo “sólo échele agua mientras me quito la ropa” le dije y ¡zas! Como si se tratara de un auto mi madre le dió tremendo jicarazo de agua en la cabeza que poco faltó para que lo dejará sordo, posteriormente se vengó del hecho cuando volvimos a visitarlos en un día caluroso, lo primero que hizo al llegar fue ir directo a zambullirse a la pila de agua que tiene para lavar sus trastes: ¡Dalí qué has hecho! ¡Ahora tendré que limpiar la pila! Escuché gritar a mí madre; se cortó una almohadita de la pata con un vidrio de una botella de cerveza que algunos borrachos les da por tirar desde la ventanilla del auto; se cayó de una ladera de un cerro por andar husmeando donde no; se llenó de garrapatas en una veterinaria donde se supone que los espulgan; y lo peor de todo, no hay perrita que se le resista. Yo mismo he corrido con cierta suerte gracias a él, como aquel día en que feliz y contento me encontraba para asistir al concierto de los Rolling Stones, fui a buscar los tickets a la mesa ¿y los boletos? Los había hecho tiritas ¡Noo! ¡Yo los quería ver antes de que se presenten en silla de ruedas Dalí! En fin, ha sido un perro sano, le encanta nadar, cualquier charco es alberca para él. Aunque hoy las cosas han cambiado un poco para los dos. De la noche a la mañana sin saber cómo, el campo, los ríos y las calles se volvieron inseguras, gente con mucho estrés, las calles con carros agresivos, nadie te da el paso, te lo avientan, los que tienen que cuidar no cuidan y los que cuidan no se dan abasto a quién cuidar. En los campos ya no se agazapan sólo las víboras. He tratado de explicarle que no es por falta de voluntad o que no me interesan sus gustos sino salimos como antes a dar la vuelta y estar acampando en el campo viendo las estrellas y asando un buen corte para los dos, que si no lo hago es porque trato de protegernos. Le digo que no se desespere, que tengo la seguridad de que llegarán mejores días y que mientras, trate como yo, de vivir de los buenos recuerdos que nos han quedado. Esto no se lo digo, pero me duele verlo que van pasando los años y tengo la impresión que añora correr por el campo y meterse al agua. Yo también lo añoró. Dalí es un perro totalmente noble, sé que lo entiende.


*Elan Aguilar (1º-sep).GRUAITER  : )